Los efectos en cadena se están volviendo reales: los principales aeropuertos de EE. UU. han sufrido una reducción del 10% en su capacidad.

¿El Aeropuerto Internacional de Anchorage? Reducido. ¿Hartsfield-Jackson en Atlanta? Con dificultades. ¿Logan en Boston y BWI en Baltimore? La misma historia. Ya son cuatro de los centros más concurridos los que sienten la presión, y estamos hablando de 36 aeropuertos más atrapados en el fuego cruzado.

Cuando los horarios de vuelo se reducen así, no se trata solo de vacaciones retrasadas. Las cadenas de suministro se ajustan. Los viajes de negocios se estancan. La velocidad económica se desacelera. Y en un entorno de mercado donde la liquidez y el sentimiento impulsan todo — desde acciones hasta criptomonedas — las interrupciones en la infraestructura como estas importan más de lo que la mayoría piensa.

Esto no es un fallo aislado. Es una señal de advertencia sistémica de que el estancamiento gubernamental tiene consecuencias tangibles y medibles. Las cuales afectan la confianza del consumidor, las ganancias corporativas y, sí, el apetito por el riesgo en todas las clases de activos.